por Santiago Ferreyra.
Los libros van a desaparecer, como los dinosaurios, los libros van a desaparecer. El New York Times ya anunció que deja de salir en formato papel. Lo que significa que en un plazo no muy extenso habrá de desaparecer la literatura en papel, lo que quizá salve la vida de algunos árboles. Desde este punto de vista la aparición de Internet es ecológicamente beneficiosa. En fin, lo cierto es que la desaparición del papel en la literatura, lo auguro, es inminente. Quizás exagere, pero no creo que pasen más de diez o veinte años.
Una de las consecuencias de la desaparición de la literatura papel, o más exáctamente, del papel como instrumento escriturario, es la desaparición de la forma de escritura a mano. Uno de los indicios de esto es que hoy, en la Argentina, los niños aprenden primero a escribir con la antiguamente llamada “letra imprenta”, antes que con cursiva. Exáctamente al revés de lo que ocurría hace menos de cincuenta años. Esto se debe a que debemos aprender a reconocer antes que nada la letra de molde porque es el medio por el cual la tecnología se ha venido comunicando en este mismo período, lo que, a su vez, facilita nuestra propia comunicación con la sociedad. Antes, la imposibilidad de contar con medios técnicos adecuados para la comunicación entre los individuos, hacía que estos tuvieran que escribir en letra cursiva y sobre papel. La aparición del teclado dactilográfico y, posteriormente, la proliferación y desarrollo de la computación (hoy quien sea incapaz de usar un teclado es una especie de analfabeto cibernético) han herido de muerte a la escritura manuscrita. A lo sumo, reducida a un grupo de esnobs paquidérmicos que se les ocurra escribir con pluma digital. De hecho, cualquier niño usa el teclado con una velocidad y destreza inconcebibles para nosotros, hijos de las aburridas clases de mecanografía. Es como si los jóvenes pudieran intuir la disposición de las letras sobre el teclado, una especie de conocimiento atávico adquirido por la humanidad a través de tantos años de tediosa práctica. Si a esto le sumamos las nuevas tecnologías, capaces de proyectar en el aire teclados tridimensionales, o los programas que permiten dictarle a las computadoras como si fueran amanuenses (lo que implica además la desaparición del mito de la secretaria sentada en las rodillas del jefe), entonces es probable que hasta la propia escritura tienda a desaparecer, la dactilográfica me refiero. Hoy en día uno puede adquirir en cualquier tienda de electrodomésticos, incluso en una pequeña ciudad perdida en las llanuras pampeanas como ésta, una notebook a la que puede controlar a través de órdenes sonoras. Yo mismo lo he probado en ésta que ahora estoy escribiendo y funciona con aceptable precisión, sospecho que existen programas más sofisticados que éste estándar que viene con la máquina. Por lo que estimo que un plazo más o menos breve, aunque mayor al de la desaparición de la capacidad de manuscribir, habrá de desaparecer también el teclado, salvo, quizá, la necesidad de intimidad para que otros no se enteren de lo que estamos escribiendo.
¿Se habrá llegado así a un narrador puro, absoluto, de ascepcia total? ¿Un escritor al que no lo distraerá ni el rasguido de la pluma contra el papel ni el traqueteo de las teclas al ser golpeadas? Si algo así sucede, podrá estar sólo con su voz, y esto también puede ser terrible. A Nietzsche le parecía deplorable que Goethe dictara sus obras, Ray Bradbury confiesa haberle dictado a su hija por teléfono algunos de sus cuentos, muchos escritores graban sus ideas que luego trasladan al papel, tal vez la poesía esté volviendo a la oralidad.
Que nadie se sorprenda, así como en su momento se dejó escribir sobre arcilla, pronto la escritura sólo se concebirá como dictado a una máquina. Esto que estoy haciendo ahora, y me refiero tanto a escribir con tinta sobre papel cuanto a presionar las teclas de un teclado, dejará de ser necesario.
No se me escapa que pueden responderme que nunca se han publicado tantos libros como hoy día, pero yo creo que es la mejoría antes de la muerte. La Era Gutenberg, como le dio en llamar Vila Matas, se está hundiendo en medio de una desenfrenada orgía de papel impiadosamente arrojado a las llamas de la vanidad humana. Digo, el noventa por ciento de lo que se escribe es pura basura, tanto lo que se escribe en papel como lo que se escribe en internet. Pero ésta última tiene una ventaja, es gratis. La calificación de literatura chatarra incluye especialmente a la mayoría de los autores consagrados, en la misma proporción. En consecuencia, el anacrónico ejercicio de publicar un libro en papel es hoy una impudicia rayana en la perversión.
Esto importa un inevitable cambio en la Literatura, un cambio tan profundo y radical que habrá de tornarla irreconocible. La literatura se habrá convertido en otra cosa. De hecho, uno de los principales diarios de Argentina, La Nación, dedicó uno de sus suplementos culturales a las nuevas formas literarias dentro del límite de los ciento cuarenta caracteres que permite Twitter.
Algo de esta metamorfosis, pero vinculada al plano de los poético, se puede encontrar en el pensamiento de Agustín Fernández Mallo. La irrupción de lo virtual abrió el huevo de la crisálida. Todas las formas en una plenitud democrática de valores, las redes se extienden horizontalmente entre los hombres, un nuevo modo de vincularse poniendo en pie de igualdad a todas las categorías estéticas. Llevar la poesía, o lo poético, a un máximo de referencia, al agotamiento de lo poético en lo poético. Si el mundo para el poeta es una poesía, uno puede tomar cualquier tramo de él que siempre será poesía; podrá tomar lo que sea de cualquier lado que tendrá siempre un profundo valor poético. Ya Marechal anunciaba en Adán Buenosayres que era posible cualquier forma de combinación de palabras, sin que el resultado dejara de tener sentido. ¿Es necesario que recuerde la bibiloteca infinita de Borges? Hoy, en el imperio total del sentido, el la proliferación absoluta del sentido, en el reino de la interpretación, llegamos al éxtasis del goce estético multiplicado hasta la inmanencia total, hasta la conformación ontológica de lo estético.
Se trata, en suma, de un proceso de democratización absoluta de todas las interacciones, la progresiva desaparción total de las relaciones de subordinación, que suponen un orden piramidal de todas las formas, son reemplazadas de las relaciones de “coordinación”. Relaciones establecidas en función de los intereses comunes en un momento dado, en un ámbito de encuentro en el que pone a mano todas las herramientas, la ecualización posible y real de los canales de información. Algo de esto se puede encontrar en el pensamiento de Baricco, bajo cierto tufillo decadentista.
Hoy, una chica o un muchacho de secundaria tiene acceso a una multiplicidad de información, proveniente de distintos actores de la red, mucho más diversa y más directa que los canales tradicionales de información. Del mismo modo sucede en el plano de la literatura, lo que abre un mundo de posibilidades creativas aún inexplorado. Uno puede visitar blogs donde se publican excelentes poesías de autores absolutamente desconocidos, cuyo flujo creativo alcanzó horizontes increíbles sirviéndose de las nuevas formas que permiten la tecnología. Unos más u otros menos, pero todos hemos recibido presentaciones de Power Point, de anónimos autores, en los que se combinan como una nueva forma de manifestación estética, por ejemplo, poemas de Benedetti, imágenes de fondo de paisajes paradisíacos y alguna música new age. Una expresión de arte berreta, es cierto, pero como dijimos antes, también es una porquería la mayoría de lo que se publica por los grandes grupos editoriales. Después de todo no estamos juzgando la calidad de las manifestaciones estéticas.
Otra de las características de estas nuevas formas de arte es la velocidad y facilidad con la que puede transmitirse, una especie de virus estético imparable que se expande en todas las direcciones. Las redes sociales les dan tanto poder democrático a los usuarios y abre tantos campos creativos que regímenes seudodemocráticos, como el de los EE.UU., están dictando leyes que les autorice a espiarlos y controlar las redes. ¡A ver si a la gente se le ocurre querer ser libre en serio!
Pero dejemos la política y volvamos a las letras. Hoy nos damos cuentas de que eso a lo que llamamos Literatura no es un corpus estático, invariable, siempre igual a sí mismo. Se trata de un monstruo ubicuo, cambiante, dinámico, capaz de asumir las más variadas formas, porque, como lo saben bien los chinos, sólo hay mutaciones. Hay algo que convierte a una obra en literaria, aunque no sepamos qué es. En el fondo, no es más que un tema de reconocimiento. Si le dieramos de leer “En la masmédula” a un bardo del siglo XII, seguramente no leería poesía. Ese mismo libro lo reconocemos hoy como una de las experiencias poéticas más profundas a las que llegó el siglo XX. Así tampoco acertamos hoy a darnos cuenta de la magnitud del cambio que se avecina.
La metamorfosis de la poesía, su mutación metafísica, la variación ontológica de lo poético, la cosa en sí de esa expresión estética a la que damos hoy en nombre de poesía está abriendo la crisálida desde adentro, pronto irrumpirá un ser distinto, que de arrastrarse por el fango se elevará con alas multicolores a los cielos. A estas alturas creo innecesario advertir que literatura y poesía son, a los fines que persigo, términos equivalentes.
El cambio no está por comenzar, la metamorfosis ya empezó. La literatura tradicional se debate ya en sus finales estertores, aunque no querramos admitirlo. Está perdiendo cada vez más seguidores. Prueba de ello es que los grandes grupos editoriales, para mantener su negocio vivo publican más y más basura. Así como existe la “comida chatarra”, el “cine pochoclero”, y todos sabemos perféctamente a qué me estoy refiriendo, hay también una “literatura basura”, a la que suele dársele también el nombre de inglés de “best seller”, aunque el concepto que propongo excede con mucho tal categoría. Dentro de la clasificación, arbitraria, por cierto, como toda clasificación que se precie, se encuentran no sólo aquellos libros que se venden mucho (sin olvidar que hay “best sellers”, que son verdaderas obras de arte, como el Quijote, Mafalda o Cien años de soledad), sino la enorme masa de libros publicados por editoriales alternativas, cuyas ediciones son costeadas por los propios autores. Estas pequeñas editoriales, diminutos pornoshops de la literatura que impúdicamente inundan las librerías con libros que jamás nadie va a comprar, sobreviven gracias a estas tiradas desde cien ejemplares, que les cuestan a sus autores un tanto más de los cargos de impresión y armado del libro, con cero trabajo editorial, sin correctores y cuyo único fin es permitirle al autor el onanístico goce de vanagloriarse ante su familia y amigos. Actualmente hay incluso editoriales en la red que ofrecen el sistema impresión a pedido, también llamado POD (print on demand). Esta proliferación del libro hasta el absurdo, no marca una resurrección sino que indica su próxima desaparición.
Y ya que hablamos de muerte, recuerdo que hace un par de años asistí a un debate que organizaba la extinta editorial Interzona en la Boutique del Libro de Palermo, hubo ahí dos posiciones contrapuestas respecto de la supervivencia del libro tradicional. Contra la esceptica posición de Fogwill, Leonora Djament –cuya frágil imagen evoca en mí, ignoro por qué, la figura de Santa Teresa de Jesús– le auguraba un venturoso futuro para el libro papel (y, en consecuencia, para la Literatura). Aunque no lo quise aceptar en ese momento, supe entonces que lo que solemos llamar pomposamente “Literatura”, al menos en la Argentina, es un pesado dinosaurio que se está devorando a sí mismo. Hoy se escribe para un grupo de aduladores, se escribe para ser admirado o comprado, para vanagloriarse frente a otros autistas que no dejan de mirarse el ombligo. Hoy se escribe mucho y se lee poco. La literatura argentina de hoy llega hasta la General Paz, y como siempre, está más atenta a lo que pasa en Barcelona, París o Frankfort, que a lo que sucede en Mendoza o Viedma. Lo cual no deja de ser lógico, puesto que en el interior somos medio analfabetos. “¿Será posible?”, recuerdo que pensé aquella noche, sin imaginar que a Fogwill le quedaban apenas dos años de vida, “¡Esta santa mujer no ha oído aún en su bosque que la Literatura ha muerto!”
Claro que la desaparición del libro papel no es la única responsable de la muerte de la Literatura, también han contribuido con fervor, entre otras circunstancias, la irrupción de los agentes literarios; las multinacionales de la literatura, monstruo bicéfalo: una cabeza de autor de best sellers, otra de grupo editorial; la cultura icónica encarnada por Windows, que es quizá su peor enemigo; el acceso masivo a programas multimedios fáciles de usar para el publico en general y que permiten el desarrollo sencillo de otras formas de expresión estética, etcétera.
Decía que las editoriales publican cada día más porquería, y cada vez dependen más de ferias, presentaciones, escándalo, aparato publicitario, etcétera, es decir, dependen cada vez más de todo ese circo de críticos incapaces y autores mediáticos, que poco y nada tiene que ver con la literatura. Los grandes grupos editoriales están dirigidos por tipos que nada saben de literatura, sino que saben del negocio. Las editoriales menores, que la juegan de contraculturales, under, o, como se les suele mal llamar, independientes, generalmente se solventan con un catálogo de escritores clásicos por los que no hay que pagar derechos de autor, aunque si tienen que hacerlo prefieren causar admiración poniendo la vista en lo que tienen que oblar para traducir alguna obra, preferentemente, del francés. En el plano local, estas pequeñas editoriales se sostienen con los autores que pagan sus propias obras y con un círculo de selectora seguidores, especie inteligentzia cultural convencida de dar la medida de la literatura.
Hace poco más de cien años, Federico Nietzsche anunciaba la transvaloración de todos los valores, a través de un hombre que se colocaba más allá del bien y del mal. La irrupción de la internet y sus derivados viene a confirmar tal predicción. La muerte de la litertura tradicional es apenas un ensayo de lo que viene. Seguramente Pablo Coelho recibe más visitas en su página oficial y es más leido en su blog, que la gente que compra sus libros. Como Coelho, ninguna de las mega estrellas de la literatura, puede prescindir hoy de un web site, blog o algo por el estilo. Hasta los técnicos del fútbol tienen el suyo propio, o un perfil en facebook o twitter.
Esto ha provocado el acortamiento de los textos literarios, por la conjunción de distintos factores: los límites de memoria de las redes sociales; la facilidad para compartir imágenes, audio o películas; la multiplicación de las ofertas de entretenimiento, culturales o estéticas; la velocidad de la vida cotidiana; la aparición de los mensajes de texto en los celulares y del chat, que cambia el tono, el ritmo de las frases y genera cierta necesidad de síntesis.
Pero el golpe final, la puñalada al corazón de la Literatura tracional, está dada por la irrupción de la cultura icónica, cuyo principal representante es, como anticipé, Windows, y su consiguiente cambio en el paradigma de la alfabetización. Hoy no se necesita saber leer y escribir para operar una computadora, y en consecuencia estar conectado al mundo. Un niño de cuatro años, que aún no reconoce las letras, es capaz de operar una computadora. La cultura icónica pronto hará innecesario saber leer.